jueves, 1 de diciembre de 2011

Discutir el Estado - 5

Última Parte: Los debates sobre el Estado y las visiones críticas
Cerrando el repaso precedente por el Estado, que intentamos abordar desde la teoría política, la mirada sociológica y también en sentido histórico, tanto comparativo como desde una óptica institucionalista, pasemos ahora a los debates sobre el Estado y a las distintas posiciones que se han tomado frente a el, para ver de dónde venimos y cómo llegamos a las discusiones en el presente.
Después de un largo ciclo de hegemonía neoliberal, en que se llevó a cabo un ataque sistemático al Estado y a sus capacidades de intervención, nos encontramos en Latinoamérica frente a una inédita coyuntura en que gran parte de los gobiernos populares de la región, en su combate contra las secuelas devastadoras del ciclo conservador, adoptan como estrategia común, pese a toda otra diferencia, la revalorización del Estado como garante de políticas de mayor equidad e inclusión, como depositario del bien común y único factor que puede morigerar las voraces apetencias capitalistas para avanzar con políticas redistributivas. Es válido entonces ante este panorama, e intentando mantener una posición critica, cuestionar el rol del Estado haciéndonos preguntas que yo formularía así: ¿puede ser el “estatismo” un punto central del programa de transformación revolucionaria de la sociedad?; ¿la supremacía estatal define por sí misma o caracteriza como “popular” a un proceso de cambio?; si aspiramos al Socialismo del Siglo XXI ¿qué posición deben asumir las fuerzas anticapitalistas hacia el Estado burgués?; ¿estamos nuevamente frente a la dicotomía “gradualismo o revolución”?; ¿la revolución en el Siglo XXI puede seguir siendo la “toma” del Palacio de Invierno?;¿es una estrategia válida hoy el supuesto “copamiento” de espacios políticos-burocráticos por parte de los sectores de izquierda como se entendía en los ‘70s?...en resumen ¿qué hacer frente al Estado?
Estas son algunas preguntas pero ustedes tendrán las suyas y espero que las socialicen en los comentarios para aportar a la reflexión colectiva.
Mientras tanto voy a repasar, sin pretensión de exhaustividad, ya que hay muchas voces sobre el tema, algunas de las respuestas a preguntas similares que dieron pensadores claves, o posiciones que fueron apareciendo en los debates de la izquierda a lo largo de la historia. Y digo de la “izquierda” porque ya sabemos cuál es la posición de la “derecha” sobre el Estado;  el liberalismo siempre defendió el “lassie faire”, es decir la no-intervención del Estado en el libre juego de las fuerzas del mercado, por eso las posiciones anti-estatista y que sostienen el achicamiento del Estado han provenido de la derecha. Las preguntas sobre el papel del Estado son de la izquierda.  Veamos entonces cómo fueron surgiendo esas preguntas y qué respuestas se han ido dando.

La ideología dominante:
Uno de los núcleos duros en torno a los cuales se dieron los mayores debates teórico-políticos en la cultura de izquierda es la cuestión del orden de las determinaciones o la relación entre estructura y superestructura. Ustedes saben que para Marx la estructura de la sociedad es su modo de producción, las relaciones de producción, la materialidad del mundo del trabajo y la apropiación por parte del capital de la riqueza producida socialmente, o sea, el sistema económico y de clases. Mientras que la superestructura son las instituciones, la cultura, la moral, el sistema normativo (el derecho) y todo el producto de la mente del hombre, incluyendo al Estado, es decir, la ideología. Marx dijo que “no es la conciencia de los hombres la que determina su existencia social, sino que, por el contrario, es su existencia social la que determina su conciencia”. Gran parte de las discusiones con el “fantasma de Marx” a lo largo de todo el siglo XX gira en torno al orden de las determinaciones entre los factores objetivos y subjetivos, y es la base del extenso capítulo que en el marxismo analiza los problemas de la conciencia de clase y la lucha ideológica, y el tema de la “inevitabilidad” de la crisis capitalista y el triunfo del socialismo.
Este debate cobró ribetes dramáticos durante décadas, sobre todo en los países del “Tercer Mundo” donde los revolucionarios marxistas se encontraban con “condiciones objetivas” de brutal explotación que deberían determinar la insurgencia de los oprimidos, pero que sin embargo, esos sectores obreros no “tomaban conciencia” de su condición y se mantenían inmunes al ideario de transformación social para abolir la explotación del hombre por el hombre; por el contrario aspiraban al proyecto de ascenso social ofrecido por la ideología burguesa, como esa zanahoria que hace participar en la carrera y que se mantiene siempre lejana por más que corramos tras ella. La idea de revolución socialista no encarnaba en las masas trabajadoras, es decir que no existían las “condiciones subjetivas” para la toma del poder por el proletariado.
Ante este grave problema hubo variedad de respuestas que van desde el voluntarismo que intentó reemplazar la conciencia de los trabajadores con la acción de la vanguardia esclarecida (y generalmente armada) hasta el frustrado inmovilismo que se justificó culpando al movimiento obrero por dejarse ganar por el enemigo, pasando por la aceptación sin reservas de la “alianza” con las burguesías nacionales, sosteniendo el “etapismo” y postergando o renunciando al socialismo. Pero básicamente las distintas posiciones tienen dos problemas en común: primero que, escudándose en la premisa marxista de que el proletariado será el sepulturero del capitalismo, tienden a homologar movimiento obrero con movimiento socialista cuando deberían estar claramente diferenciados analíticamente; y segundo, escudándose en la determinación en última instancia de la estructura sobre la superestructura y en que el desarrollo mismo del capitalismo llevaría a la agudización de las contradicciones y a su derrumbe, tienden en consecuencia a menospreciar la importancia de la lucha política (razonamiento llevado al paroxismo por la ultraizquierda y su “cuanto peor, mejor”).
En torno a estos tópicos se producen los clivajes que dividen, y a veces enfrentan, a distintos sectores de izquierda. Pero también estas distintas interpretaciones definen en gran medida las posiciones frente a los Estados-nación. Para los que priorizan el objetivo de la revolución, el Estado no sólo es quien monopoliza el ejercicio de la violencia y el bastión a tomar por asalto, sino el responsable de la alienación de las masas para alejarlas del ideal revolucionario, responsabilidad agravada en los casos de populismo con liderazgos carismáticos (el peronismo en Argentina sería un caso tipo) por propender a la conciliación de clases.
Para estas visiones, que suelen caer en análisis mecanicistas y duales de amigo-enemigo, el Estado llega a ser el “enemigo principal”, aunque para enfrentarlo a veces terminen aliándose con la derecha, como recientemente hemos visto a partidos de izquierda marchando junto a la Sociedad Rural durante el conflicto por las retenciones.
Un momento importante de la discusión sobre el Estado entre los marxistas se da en las décadas del 60’ y 70’ bajo la influencia del estructuralismo. Althusser hizo un gran aporte al desenmascarar a los “Aparatos Ideológicos del Estado” (las iglesias, las escuelas, la familia, el aparato jurídico, político: sistema de partidos, sindical, de información y el cultural) diferenciándolos del “Aparato (represivo) de Estado” o el Estado en sentido estricto. Privados los primeros, público el segundo que domina por la violencia, mientras los AIE funcionan por y para la ideología, unificados en su aparente diversidad por la ideología dominante, la de la clase dominante. Uno de los problemas que dejó el estructuralismo fue su visión total y terrible de la opresión que eclipsó a las clases subalternas y las dejó indefensas frente al poder omnipotente y omnipresente. Althusser lo advirtió en sus últimos trabajos e hizo un giro priorizando la lucha de clases como motor del cambio.
Para otras visiones menos dogmáticas, que priorizan el movimiento de la sociedad, el Estado puede y debe pasar de la democracia formal del liberalismo burgués al Estado democrático popular, en un proceso en que la lucha política, la movilización y la participación de masas definen la balanza de la “correlación de fuerzas”. Puede porque el respaldo del poder estatal a los intereses de los trabajadores es imprescindible para enfrentar con éxito al capital concentrado nacional y trasnacional; y debe porque el Estado necesita el apoyo y la lealtad de masas para ejercer su autoridad. En esta posición confluyen desde los sectores del nacionalismo popular, la socialdemocracia reformista (y todo el arco de lo que hoy se puede agrupar como “progresismo” que no lucha por el socialismo) hasta sectores de la izquierda revolucionaria que no abdican del socialismo pero que sostienen la línea del “Frente” amplio, nacional y antiimperialista como estrategia de acumulación de fuerzas tanto política como en el duro terreno de la lucha ideológica.

La Revolución:
Otro de los núcleos temáticos en torno de los cuales se dio debate en la izquierda es sobre las vías al socialismo y el tipo de Revolución. Como ya dijimos para los partidos obreros bajo el Estado burgués clásico, sobre todo para los dirigidos por anarquistas o sindicalistas, el Estado era el instrumento de dominación, la opresión en estado puro, era la burguesía “en” el Estado: los patrones en el poder. Marx y Engels decían que el Estado es el “capitalista colectivo ideal”, que representa al colectivo del capitalismo. Por eso la estrategia de la clase obrera revolucionaria era el combate sin cuartel contra el dominio estatal, y también contra las tendencias reformistas entre los obreros que pusieran sus esperanzas en las negociaciones con el Estado que, generalmente, intervenía para reprimir la protesta obrera.  La lucha por la “autonomía” de la clase era central, ya que no se podía esperar de la burguesía cambios, prebendas o reformas graduales ni negociar con ella, porque la burguesía nunca va a ir en contra de los intereses del capital, o sea de sí misma. El único camino que se vislumbraba hacia el socialismo era la revolución entendida como “toma del poder”, la herramienta de lucha de la clase era la Huelga General y ese “asalto” al poder era mediante la insurrección violenta. La conquista del poder obrero, el Socialismo, se concibe en aquella etapa según la experiencia histórica como la Toma de la Bastilla (que de hecho se concretará en la Revolución Rusa) cuando los cuadros dirigentes estatales son barridos y reemplazados por los dirigentes revolucionarios, momento de la “dictadura del proletariado” como transición inevitable hacia la construcción del nuevo Estado socialista. Como vimos este pensamiento decimonónico se prolonga remozado hasta la actualidad entre los partidos de la izquierda troskysta o “ultraizquierda”.
Pero también cuando Marx decía que el Estado burgués es un “capitalista colectivo” decía que lo era de una forma ideal, no la suma de las partes, de las voluntades de las grandes empresas; un Estado burgués en una sociedad compleja no obedece órdenes directas de los capitalistas. El Estado de estas sociedades existe para que no sean los intereses económico-corporativos de las grandes empresas los que se contrapongan entre sí y terminen destruyendo o autodestruyendo el orden capitalista. Pero además, y fundamentalmente, el Estado necesita ganar el consenso de las masas, legitimarse frente a las mayorías, que aunque en cierta medida puede asegurarse por la coerción, en las sociedades que actúan bajo los principios de la democracia burguesa, deben mantener la “creencia” de que el sistema respeta los principios básicos de igualdad, justicia y libertad. “De esta manera, el Estado capitalista actúa para sostener el proceso acumulativo y al mismo tiempo trata de esconder lo que está haciendo” como dice Habermas.
Con el advenimiento del Estado de Bienestar, como ya dijimos, la socialdemocracia se pliega al capitalismo reformado y en aras de las conquistas sociales y la mejoría real de las condiciones de vida del proletariado “funde su destino” con el EBK, convirtiéndose en blanco de todos los sectores a su izquierda que la denuncian por haber arriado las banderas del socialismo, renunciando a la revolución y a la toma del poder por la clase obrera.
El Estado benefactor o providente no existía en el repertorio categorial de la pre-guerra, y no podía existir en las ideas porque no existía en la materialidad de las estructuras burocrático administrativas como ocurre hoy. Mirando hacia el Estado es importante marcar este punto, porque cuando decimos EBK no hablamos de un Estado con nueva “esencia”, ni sólo de nuevas funciones estatales; hablamos de un objeto material de nuevo tipo, cuyas dimensiones reales no pueden ser soslayadas por un proyecto político revolucionario. Pero aquellas lecturas esquemáticas, además de mirar únicamente a nivel del Estado no lograban incorporar aportes como el de Gramsci que ya cuestionaba la lectura del Estado como mero aparato de poder coercitivo. Tampoco podían comprender acabadamente a la nueva sociedad que se transformaba articulada con el EBK.
Gramsci hacía una distinción muy importante que Daniel Campione resume así “Gramsci distingue entre dos tipos de sociedades: sociedades de tipo oriental y sociedades de tipo occidental. No son conceptos geográficos, ni siquiera étnico culturales; son conceptos políticos. ¿Cuáles son las sociedades de tipo oriental? Sociedades como la Rusia de los zares, con escaso desarrollo de la sociedad civil, de debate político abierto, de opinión pública, de sindicatos u otras organizaciones de nivel económico corporativo, de partidos políticos de oposición. ¿Cuáles serian las otras sociedades, las de tipo occidental? Sociedades con amplio debate público, con parlamento generalmente, o con otros espacios de debate, con una sociedad civil desarrollada.(…) en Oriente cabía lo que Gramsci llama guerra de movimientos o maniobras: el ataque frontal, la insurrección contra el Estado, la lucha que podía destruir más o menos rápidamente a todo el orden social existente y reemplazarlo por otro (…) un grupo, un partido que toma el poder, que “toma el Cielo por asalto”, dicho en términos más poéticos. Gramsci sostiene que cuando tenemos sociedades de tipo occidental esto ya no es posible, el sistema de dominación tiene hegemonía: muchas mas herramientas para defenderse, más casamatas, más fortalezas construidas en torno al núcleo duro del poder económico y su sustento militar.”
Gramsci hablaba de un “Estado ampliado” donde son muchas las instituciones y los espacios que trasmiten y reproducen las relaciones de dominación; a lo largo y a lo ancho de la sociedad el poder hegemónico extiende su dominio por fuera de las oficinas y despachos de la administración estatal abarcando a la “sociedad civil” que también es transmisora de la ideología de la clase dominante. En esta visión juegan un papel preponderante los intelectuales orgánicos como formadores del consenso y del “sentido común” de las clases subalternas. Este concepto de Estado es incompatible con estrategias mecanicistas que piensan al poder (y al Estado) en términos de aparatos o lucha por espacios. Gramsci describe la dominación atendiendo al por qué de la aceptación, a la capacidad de dirección de la clase hegemónica para hacer valer sus propios intereses como los de toda la sociedad. Sigue Campione: en la América Latina de comienzos del siglo XXI, nos encontramos con sociedades con amplio desarrollo de la sociedad civil, con movimientos populares, con opinión pública, pero también con Estados que tienen partidos políticos que les sirven, parlamento, sindicatos de masas burocratizados. Hay una conformación social de América Latina hoy que nos lleva a pensar que el escenario no es el de una guerra de movimientos sino de una guerra de posiciones. ¿Qué quiere decir guerra de posiciones? Dice Gramsci que requiere una concentración inaudita de hegemonía, necesita de la participación de las más amplias masas; no puede ser resuelta por un golpe de mano, por imperio de la voluntad, requiere un desarrollo largo, difícil, lleno de avances y retrocesos, pero tras lo cual, si se logra la victoria, ésta es más decisiva y estable que en la guerra de maniobras. Gramsci está pensando la revolución, la transformación social, como algo que ya no esta centrado en un determinado acontecimiento sino que es un proceso complejo y contradictorio, y que requiere disputar el consenso, las voluntades, el sentido común, el modo de pensar del conjunto de la población, de las más amplias masas.”  (Daniel Campione, Gramsci y América Latina: Guerra de movimientos-guerra de posiciones)

La “Política”:
Se ha vuelto vulgata entre los detractores de Marx afirmar que el marxismo no tiene una teoría política, como también afirman que Marx no dejó una teoría sobre el Estado.
El historiador británico Eric Hobsbawm en su último trabajo “Cómo cambiar el mundo” (que recomiendo enfáticamente!! – ver foto) plantea y dilucida varias cuestión fundamentales: si bien la era de la doble revolución fue la que creó el movimiento obrero y con él la posibilidad de lucha de los trabajadores por conseguir mejores condiciones colectivas, y que esta lucha implica la idea, al menos potencialmente, de una sociedad mejor, basada en la cooperación y no en la competitividad; la idea del “socialismo”, de acabar con el orden injusto existente y reemplazarlo por una sociedad totalmente distinta no era necesariamente congruente con el movimiento obrero ni inherente a él, vino de afuera, del campo intelectual y fue aportada por el marxismo. Organizaciones como los sindicatos obreros, sociedades cooperativas y de ayuda mutua podían surgir espontáneamente de la experiencia de la vida de los trabajadores, pero no partidos políticos. Dice Hobsbawm: “La contribución fundamental de Marx y Engels a partir del Manifiesto comunista en adelante fue que la organización de clase de los obreros lógicamente ha de encontrar expresión en un partido político activo (…) Era una propuesta de enorme importancia histórica, no sólo para el movimiento obrero, que no podía llegar muy lejos en sus propósitos sin movilizar el respaldo del Estado contra los empresarios, sino para la estructura de la política moderna en general.” (p. 409-410) El aporte del marxismo a la lucha de los trabajadores fue nombrar y definir las características de la nueva sociedad, una estrategia para la transición del capitalismo al socialismo pero, sobre todo, el concepto de la lucha política de la clase obrera; es decir habilitar y estimular a la clase a organizarse para intervenir políticamente, empoderándola, haciéndola conciente de su capacidad, de su fuerza para convertirse en un interlocutor frente al Estado, pero también para transformar de raíz la sociedad.
Hobsbawm se pregunta: “¿Cómo podemos resumir el legado general de ideas sobre política que Marx y Engels dejaron a sus sucesores? En primer lugar, hacía hincapié en la subordinación de la política al desarrollo histórico (…) las perspectivas del esfuerzo político socialista dependían de la fase alcanzada por el desarrollo capitalista (la determinación en última instancia de la estructura sobre la superestructura). “La política estaba inmersa en la historia, y el análisis marxciano mostraba lo ineficaz que era para alcanzar sus fines al estar tan inmersa; y en cambio, lo invencible del movimiento de la clase obrera, por estarlo.
“En segundo lugar, la política era no obstante crucial, en la medida en que la clase obrera inevitablemente triunfadora había de estar y estaría organizada políticamente (es decir, como un ‘partido’) y apuntaría a la transferencia de poder político, sucedida por un sistema transicional de autoridad estatal bajo el proletariado. Así pues, la acción política era la esencia del papel proletario en la historia. Operaba a través de la política, es decir, dentro de los límites establecidos por la historia: elección, decisión y acción conciente.” (p. 93)

Conclusiones (provisiorias): Para terminar, y volviendo a este presente en que se desarrolla la crisis más extensa y profunda del capitalismo desde su aparición, en que se comprueban, punto por punto las predicciones de Marx sobre sus tendencias generales (a la disminución creciente de la tasa de ganancias, a la concentración, a la transnacionalización, a la crisis de sobreproducción y a la incontenible tendencia destructiva de las fuerzas desatadas por la voracidad de acumulación) queda claro que el gran problema es EL CAPITALISMO, tanto que hoy pone en riesgo inminente la supervivencia de la vida sobre el planeta y hay que derrotarlo antes que arrase con la humanidad. Además, como dice Itsván Mészarós: “No se necesita ninguna visión profética para comprender que la violación implacable del basamento natural de la existencia humana no puede continuar indefinidamente”. El problema no es el Estado sino la clase que lo domina y el sistema económico inhumano fundado en la propiedad privada, en el individualismo y en la explotación del hombre por el hombre.
Retomando las preguntas con las que abrimos este debate, y a la luz de los desarrollos que hemos expuesto, el Estado es un aparato de dominación al servicio de la acumulación del capital, pero también ha sabido ser, sobre todo el EBK en los países centrales, un factor determinante en el mejoramiento de la calidad de vida de los trabajadores. En Latinoamérica, la versión autóctona del Estado providente ensayada con suerte dispar por los líderes populistas, sobre todo el peronismo en Argentina y pese a todas sus limitaciones, hizo del Estado un agente igualador, promotor de derechos, que ha intervenido en la puja distributiva a favor de los sectores populares. O sea que la dicotomía estatismo-antiestatismo no es valiosa analíticamente, excepto para los liberales que siempre la han usado como ariete para combatir al Estado y reclamar su achicamiento.
Es cierto e innegable también que estos Estados han sido muy efectivos como estrategia de contención del conflicto social y derrota de la alternativa revolucionaria, y la herramienta clave que le ha permitido al capitalismo un nuevo ciclo expansivo desde la posguerra hasta el presente.
Entonces, como nos preguntábamos, si aspiramos a un cambio de sistema ¿qué posición deben asumir las fuerzas anticapitalistas hacia el Estado burgués?... Tal vez usando el esquema expositivo que planteé para ordenar los debates (arbitrario, repito) podamos sacar algunas conclusiones, al menos tentativas.
Ideología dominante y Estado: En las últimas décadas la dominación ideológica se torna mucho más agresiva y opresiva con la aparición de los Medios Masivos de Comunicación, que a diferencia de la visión althusseriana, ya no pueden considerarse Aparatos Ideológicos “del Estado” toute court , ya que se autonomizan de la esfera estatal quedando fuera de su control, enfrentados a él incluso, y al servicio directo de los intereses del capital monopólico. Esta particularidad, más la transnacionalización de los capitales y la supremacía del capital financiero (que no tienen bandera) modifica totalmente la relación Estado-clases dominantes, agudizando contradicciones entre ellos y quitándole centralidad a los AIE como usina ideológica, que pasan a funcionar como mediadores del discurso dominante emitido por los medios, mediación que permite su puesta en cuestión.
En Latinoamérica los gobiernos de Brasil, Ecuador, Bolivia, Venezuela y Argentina libran cruentas batallas con sus sistemas de medios que, desembozadamente, se pliegan a la reacción, apuestan por la desestabilización y a erosionar la autoridad estatal. Del otro lado del Atlántico y en el corazón del imperio, los “indignados” y los occupy identifican claramente al capital financiero como el enemigo y a los medios hegemónicos como sus voceros, que presionan a los gobiernos y que además mienten para tergiversar o invisibilizar sus reclamos.
En América del Sur todos los Estados que denuncian al neoliberalismo sostienen sus políticas de inclusión, que ya de por sí regeneran tejido social y restituyen ciudadanía, apelando a la movilización y organización popular. En Bolivia, Venezuela y Ecuador este proceso se profundiza ensayando formas de democratización novedosas, como reformas constitucionales que habilitan ámbitos de decisión popular de base, nacionalización de recursos, socialización de medios de producción y la adopción por parte del Estado de un discurso revolucionario hacia el socialismo. En el resto de los países del subcontinente, sobre todo en Argentina y Brasil (definidos por Roberto Conde, ex presidente del Parlamento del Mercosur como “la viga maestra” sobre la que se asienta la integración suramericana) si bien los oficialismos apuntan a un “capitalismo con rostro humano” de tipo keynesiano, basado en el pleno empleo y el mercado interno, se avanza a paso firme desarmando el discurso neoliberal que había calado tan hondo en nuestras sociedades. Esto es lo que suele denominarse como “batalla cultural”, que nos debe impeler a participar en la construcción de una nueva subjetividad, en la que sea posible la esperanza en un cambio, en una alternativa a la hegemonía del capital. En este frente tenemos todos un puesto de lucha ineludible.
La revolución como guerra de posiciones: En estos momentos de “cambio epocal”, de bisagra histórica, en que las transformaciones deben atravesar e involucrar a toda la sociedad en extensión y en profundidad, algunos sectores de la izquierda que aspiran al socialismo, o individualmente los militantes de izquierda al margen del alineamiento de sus organizaciones, desconfían y sospechan de los gobiernos burgueses y de su honestidad ideológica para conducir un proceso de esta envergadura. Las acusaciones rondan el argumento de la demagogia, más cuando ven que, al margen del discurso político, el Estado mantiene conductas que a veces contradicen ese discurso. Es saludable una mirada distanciada y crítica, pero también hay que entender que el Estado es un sistema complejo que no responde automáticamente a las instrucciones del poder central; hay hábitos institucionales, reflejos corporativos, nichos de corrupción y prebendas que mantienen lógicas internas de funcionamiento que no cambian por decreto ni de un día para otro. Las fuerzas de seguridad son un claro ejemplo de esta inercia, no se barren pactos de silencio, lealtades jerárquicas, asociaciones mafiosas o intereses económicos vinculados al delito con un reemplazo de cúpulas. Desde la cabeza del Estado lo importante es la decisión de instalar un nuevo paradigma, y a eso debemos estar atentos los que aspiramos a la profundización de los cambios; ahí es donde comienzan las batallas de una “guerra de posiciones”, que se debe dar todos los días en cada trinchera, en cada casamata, como decía Campione. Siguiendo el ejemplo para el caso de Argentina, el gesto de Néstor Kirchner de pedir perdón a la sociedad en nombre del Estado por los crímenes cometidos y descolgar los cuadros de los represores, es el trascendental punto de inflexión de la decisión política, pero apenas el inicio de un proceso que continúa y que pese a los enormes avances, en el área de derechos humanos con los juicios, o en el área institucional con la creación del Ministerio de Seguridad, nichos como la Policía Bonaerense o el Servicio Penitenciario Federal siguen respondiendo a caudillos territoriales, recurriendo a prácticas como el “gatillo fácil” o a lógicas de impunidad con “suicidios” o “peleas entre internos” en las cárceles. El Estado no es responsable de la pervivencia de estas prácticas, es responsable sí de mantener la iniciativa histórica, o se convierte en responsable si limita o impide el avance de las fuerzas transformadoras sobre cada uno de estos cotos de poderes fácticos. Pero esas fuerzas tienen que existir y organizarse “en” la sociedad, partidos políticos, asociaciones intermedias, denuncias individuales, somos nosotros y es nuestra la responsabilidad.
Métszarós dice que ante la combinación de contingencia histórica y necesidad estructural hay que afrontar el desafío de nuestro tiempo y aceptar la carga de la responsabilidad que de él surgiera. En estos momentos no avanzar es retroceder, pero ese avance debe estar motorizado por “fuerza social”, debe venir de abajo hacia arriba y no esperar a “copar” un Estado que haga una revolución por decreto, de arriba para abajo.
El Estado y “la Política”: Y llegamos así al legado más importante de Marx. Si como sintetiza Hobsbawm la acción política es la esencia del papel proletario en la historia, y ese proletariado opera a través de la política, es decir, dentro de los límites establecidos por la historia: elección, decisión y acción conciente, podríamos concluir que un Estado que proclama la primacía de la política manifestando que en la casa rosada ya no gobiernan las corporaciones sino las autoridades elegidas democráticamente, que convoca a la juventud a sumarse a la militancia, que se niega a reprimir la protesta social, que apuesta a la democratización y pluralidad de las voces prohibiendo por ley el monopolio de la comunicación hegemonizado por el conservadorismo, entonces estamos frente a un Estado que muy probablemente llegue a ser lo que nuestra elección, nuestra decisión y nuestra acción conciente determinen. De nosotros depende.